El domingo pasado, en todas las Iglesias particulares diseminadas por el mundo, abríamos la fase diocesana del Sínodo, que lleva por tema Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión. En el corazón de todos los que nos reunimos en la catedral de la Almudena estaba el deseo de que el gran protagonista de este encuentro en nuestra Iglesia diocesana sea el Espíritu Santo. Estamos convencidos de que, si falta Él, no hay Sínodo. Que nunca tengamos la tentación de convertir esta consulta en un parlamento o en un tiempo para sondear opiniones. Nada de eso es el Sínodo. A lo que se nos invita es a que nos reunamos en nombre de Jesucristo y pidamos al Espíritu Santo su ayuda, su ardor, su fuerza y su inspiración; que venga y nos acompañe en este momento, como lo hizo en los mismos comienzos de la Iglesia, para que, como entonces, nos pongamos en camino sin miedos, fiándonos de Aquel que nos dijo que nunca nos dejaría solos.
Vamos a vivir un tiempo de escucha. No tengamos miedo a disponernos a escuchar a todos los que viven en nuestra Iglesia diocesana. Más que de buscar mayorías, se trata de compartir entre todos, con todos y para todos la pasión por la misión que tenemos los bautizados: la evangelización. Ya lo dijo el Señor antes de ascender a los cielos: «Id y anunciad el Evangelio». En esta nueva época, los discípulos de Jesucristo, la Iglesia, queremos que todos piensen y manifiesten lo que el Espíritu suscita en sus vidas como bautizados que son, en el seno de una comunidad jerárquicamente estructurada. Como recordaba el Concilio Vaticano II, los obispos estamos llamados a discernir lo que el Espíritu dice a la Iglesia no solos, sino escuchando al Pueblo de Dios, que «participa también en la función profética de Cristo» (LG 12).
En este sentido, hay una página del Concilio Vaticano II que siempre me ha resonado de forma especial y que ha vuelto a mí estos días: la constitución Dei Verbum incide en que el Pueblo de Dios, reunido por su pastores, se adhiere al «depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia» y persevera en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración… Así, «prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida» (cfr. DV 10).
¡Qué bueno es descubrir el camino sinodal! No es un camino para ver quién puede más o quién piensa mejor y vence. No. Al hacer este camino, la Iglesia se presenta como una profecía para este mundo. Ninguna comunidad de naciones es capaz de proponer un proyecto compartido, pero la Iglesia entiende que cada uno tiene algo que aprender del otro, que cada uno ha de escuchar a los otros y que todos escuchamos al Espíritu Santo. Haciendo este camino juntos nos unimos a todos los miembros de la Iglesia, a todos los bautizados, pues estamos unidos por el Bautismo. Pero además, como nos dice el Concilio Vaticano II, nos unimos a toda la humanidad, dado que compartimos con ella «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias» (GS 1). ¡Qué fuerza tiene descubrir quiénes somos y a qué estamos llamados como bautizados!
En el Evangelio, ¿cuántas veces hemos escuchado y meditado la presentación que Jesús hace de sí mismo? Él nos dice que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6) y, a los cristianos, nos llamaban en el origen los «discípulos del camino» (Hch 9, 2). Por eso hemos de descubrir y entender que la sinodalidad es mucho más que la celebración de encuentros eclesiales. Hemos de entender la sinodalidad como una forma de vivir y de obrar de la Iglesia, Pueblo de Dios; se realiza en concreto, caminando en comunión, reuniéndonos en asamblea, participando todos activamente en la misión evangelizadora… Es desde aquí desde donde podemos entender las tres claves del Sínodo para una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión.
Hoy hemos de ser grandes de corazón, al estilo y a la manera de Cristo, como os decía el domingo en la catedral, «porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar vida en rescate por muchos» (cfr. Mc 10, 35-45). Cuando en muchos lugares predomina una mentalidad secularizada, que tiende a expulsar la religión del espacio público, y mientras en otros se da un integrismo religioso que no respeta la libertad de los demás y alimenta la intolerancia y la violencia, la Iglesia está llamada a renovarse bajo la acción del Espíritu Santo. Solo escuchándonos, dialogando, discerniendo, caminando juntos y siendo un signo profético en este mundo estaremos a la altura de la misión que nos ha dado Jesucristo. Hemos de dejarnos educar por el Espíritu Santo, con la audacia de quienes desean entrar en un proceso de conversión, en esa «perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena tiene siempre necesidad» (EG 26).
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid