Queridos hermanos:
Nos hemos reunido aquí en la catedral para vivir un momento muy importante de la Iglesia universal: la apertura de una consulta a toda la Iglesia, a través de las Iglesias particulares. Nuestra Iglesia diocesana en Madrid desea participar activamente; lo queremos hacer con el mismo deseo de la Iglesia en sus comienzos, queremos dejar que el protagonista del Sínodo en esta fase diocesana de consulta sea también el Espíritu Santo, ya que, si falta Él, no hay Sínodo. En nuestra archidiócesis de Madrid no estamos abriendo un parlamento, ni tampoco vamos a hacer un sondeo de opiniones. Estamos viviendo un momento eclesial con la intensidad máxima que se puede vivir, en nombre de Cristo y pidiendo al Espíritu Santo su ardor y su ayuda como en los mismos comienzos de la misión de la Iglesia, pues toda la Iglesia universal se pone en camino. Caminamos juntos como Pueblo de Dios. Hoy, en todas las Iglesias particulares extendidas por el mundo y que anuncian el Evangelio, nos unimos atendiendo a aquellas palabras del Señor que todos llevamos en nuestro corazón: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21). Porque el camino que iniciamos como Iglesia lo hacemos juntos, unidos, abrazados, en comunión, abrazados por el mismo amor del Señor que nos llamó a formar parte de su Iglesia que recibe y vive el don de la unidad y que desea abrirse a la voz del Espíritu.
El Evangelio que en este domingo nos regala el Señor a través de su Iglesia y que hemos proclamado nos ayuda a ver cuál ha de ser nuestra manera de afrontar este acontecimiento extraordinario eclesial y cómo asumir un estilo de vida singular. Observemos cómo aquellos dos hermanos, Santiago y Juan, se presentan ante Jesús con una demanda; exponen su petición en términos de exigencia, quieren que Jesús se ponga por entero a su disposición y les conceda lo que le piden. Ellos están pensando en un reino político que creen que Jesús va a instaurar en Jerusalén y muestran la ambición y el deseo de poder. La escena del Evangelio de hoy nos muestra esa condición humana de desear ser los primeros, con lo que ello conlleva: de ambición de poder, de celos, de envidias, de competitividad… Esto es lo que divide el mundo y los pueblos en ricos y pobres, dejando cadáveres en la cuneta y arrasando el planeta tierra. ¡Qué pobres somos! La ambición es lo que engendra y genera un mundo injusto y competitivo. En este momento de la historia de la humanidad, ¡qué tarea más importante de los discípulos de Jesús y de la Iglesia es educarnos y pasear por este mundo no para ser los primeros en clase, en profesión, el número uno en todo y para todo!
En la escena del Evangelio, Jesús no accede a la petición de Santiago y Juan. Les hace una pregunta y nos la hace a nosotros también cuando estamos abriendo la fase diocesana de un Sínodo de la Iglesia universal: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». La respuesta de ellos manifiesta y revela su deseo de poder. Piden los primeros puestos: «Sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Piden todo lo contrario a hacer un camino sinodal, piden poder, a ver quién vence y está en la cumbre. Jesús les reprocha su ignorancia: «No sabéis lo que pedís». Por eso les pregunta y nos pregunta: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?». El cáliz representa el amor de Jesús llevado hasta el final. Traducido de otra manera, les dice: «¿Sois capaces de amar hasta entregar la vida?».
Queridos hermanos y hermanas, ¿sois capaces de amar de tal manera que os entreguéis a hacer un camino de escucha, discernimiento, participación? ¿Sois capaces de vivir un tiempo para compartir, tener humildad en la escucha y valentía en el hablar, haciendo este camino en comunión, participación y misión? Jesús da la vuelta a la pregunta de Santiago y Juan, que es lo mismo que están pensando los demás discípulos. Pues, como nos dice el Evangelio, «los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan»; sus ambiciones chocan también con las ambiciones de sus compañeros y así surgen el conflicto y la división. Jesús reacciona y les dice a todos: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos, los tiranizan, y los grandes los oprimen. Vosotros nada de eso». Es una afirmación categórica de que lo más importante en la vida no es tener éxito o ser más que los demás, sino que lo importante es crecer en lo que somos como imágenes de Dios y vivir plenamente. Esto es lo que nos tiene que llevar a hacer el camino sinodal en comunión, participación y misión. Como nos dice el Señor, ¿de qué sirve lograr ser los primeros, tener éxito y dinero si nos perdemos lo esencial?
Las palabras claves del Sínodo son comunión, participación y misión. Comunión y misión son expresiones teológicas que nos hablan del misterio de la Iglesia. Recordemos cómo el Concilio Vaticano II nos habla de que la comunión expresa la naturaleza misma de la Iglesia y afirma también que la Iglesia ha recibido la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino (cf. LG 5). La participación es una exigencia bautismal porque, como subraya el apóstol san Pablo, «todos nosotros fuimos bautizados en un mismo espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13). Para toda la Iglesia el punto de partida no puede ser otro que el Bautismo, que es nuestro manantial de vida; con ministerios y carismas diversos, todos estamos llamados a participar en la vida y en la misión de la Iglesia.
El Evangelio que hemos proclamado señala que «el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos», es decir, porque ha venido a entregar la liberación verdadera, la que nos hace humanos en plenitud, nos hace hijos de Dios y por ello hermanos, y estas palabras tienen una profunda significación para estos momentos. Deseamos servir y no ser servidos, deseamos recoger la vida y las preocupaciones de los hombres y dar la respuesta que dio Jesucristo. A esta tarea que nos regala la Iglesia, con la celebración del Sínodo, estamos llamados todos los cristianos. «Queremos colaborar en la obra de Dios en la historia» y deseamos hacerlo desde una escucha a todos lo más amplia posible, no solo desde nuestras elucubraciones por muy importantes que sean; deseamos escuchar a los de dentro y a los de fuera también. En definitiva, deseamos escuchar al Pueblo de Dios desde la sencillez y desde los problemas reales, desde lo que tenemos en el corazón y en la vida, no con reflexiones abstractas. Este trabajo sinodal es también un tiempo de gracia, porque es ocasión de encuentro, escucha y reflexión; es un tiempo para que todos nos sintamos en nuestra propia casa, que es la Iglesia, participando y queriendo realizar ese servicio al que Jesús nos llama. Hay que escuchar al Espíritu en la oración de adoración. Debemos escucharnos todos, sacerdotes, vida consagrada, laicos, sin separarnos de la vida, como nos dice el Papa Francisco, «con el estilo de Dios, en cercanía, compasión y ternura».
La sinodalidad nos invita a ser grandes de corazón, al estilo y a la manera de Cristo, «porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». Jesús es nuestra referencia definitiva, nuestra única referencia. Volvemos la mirada a Jesús y vencemos el miedo y la ambición, poniendo nuestra confianza en Él, que ha enviado su Espíritu a la Iglesia, para que siga ofreciendo como Él la vida más digna, el camino más bello, la vida más feliz. ¿Cómo no entrar por el camino que abrió Jesús? La Eucaristía que estamos celebrando, con la que damos comienzo la fase diocesana del Sínodo de la Iglesia universal, tiene una profunda significación: ¿hay un lugar más grande, más bello, más claro y mejor para entender lo que es vivir en la comunión que en la Eucaristía? ¿Hay un lugar mejor para entender lo que es participar entre todos, con todos y para todos que en la Eucaristía? ¿Hay algún lugar tan fuerte para verificar que el encuentro con Jesucristo nos lanza a la misión como tarea esencial de la Iglesia? Hermanos y hermanas, nos encontramos con Jesucristo, participando todos en modos de ser y de vivir nuestra pertenencia eclesial y juntos todos para ir a la misión que nos dio el Señor: «Id por el mundo y anunciad el Evangelio».
El Sínodo abre a toda la Iglesia y a nuestra Iglesia diocesana a la novedad que Dios quiere para ella. Por eso invocamos al Espíritu Santo y le decimos: ven, Espíritu Santo, llénanos de tu amor y dispón nuestra vida para que nos escuchemos unos a otros. Vamos a hacer camino juntos; haz que nos oigamos unos a otros, que nos escuchemos, y que no asome en nuestra vida el desencanto. Renuévanos siempre, pues eres Espíritu creador y renuevas la faz de la tierra. Amén.